La difteria es una enfermedad infecciosa que ha afectado a la humanidad durante siglos. Su historia se remonta a la antigua Grecia, donde Hipócrates describió por primera vez los síntomas característicos de la enfermedad en el siglo V a.C. Sin embargo, fue en el siglo XIX cuando se realizaron importantes avances en la comprensión de la difteria.
En 1826, el médico francés Pierre Bretonneau identificó la difteria como una enfermedad específica y le dio su nombre, basándose en la membrana blanca y espesa que se forma en la garganta de los pacientes. Durante el siglo XIX, la difteria se convirtió en una de las principales causas de muerte en los niños, especialmente en las áreas urbanas densamente pobladas.
A finales del siglo XIX, Emil von Behring y Shibasaburo Kitasato descubrieron que la sangre de animales inmunizados podía ser utilizada para tratar la difteria. Este descubrimiento llevó al desarrollo de un suero antitoxina que se utilizó para tratar a los pacientes infectados. En 1923, von Behring recibió el primer Premio Nobel de Medicina por su trabajo en la terapia de suero antitoxina.
A pesar de estos avances, la difteria seguía siendo una enfermedad grave y mortal en muchas partes del mundo. Fue solo en la década de 1930 cuando se desarrolló una vacuna efectiva contra la difteria, que se comenzó a utilizar ampliamente en la década de 1940.
Gracias a la vacunación masiva, la incidencia de la difteria disminuyó drásticamente en la mayoría de los países desarrollados. Sin embargo, en las últimas décadas ha habido brotes ocasionales en áreas con bajos niveles de vacunación.
En resumen, la historia de la difteria es una lucha constante contra una enfermedad mortal. Desde su descripción inicial en la antigua Grecia hasta el desarrollo de la terapia de suero antitoxina y la vacuna, la difteria ha sido un desafío para la medicina que ha sido superado en gran medida gracias a los avances científicos y la vacunación.