Historia sobre Porfiria , Cistinuria.

Odisea Diagnóstica.

20/4/2024

Por: Don Cu

Año de diagnóstico: 2018


Hola, sean bienvenidos al primer podcast de DON CU.

El tema que abordaré hoy es muy sensible para mí. Se trata de la odisea que viví durante 54 años para obtener el diagnóstico molecular de la Protoporfiria Eritropoyética (EPP).

La Eritropoyesis Protoporfiria (EPP) es un trastorno metabólico poco común que afecta la forma en que el cuerpo produce y utiliza la hemoglobina, una proteína en los glóbulos rojos que transporta el oxígeno por todo el cuerpo. En las personas con EPP, el cuerpo produce un exceso de protoporfirina, un componente de la hemoglobina, que se acumula en la piel y otros tejidos del cuerpo.

La acumulación de protoporfirina en la piel hace que las personas con EPP sean extremadamente sensibles a la luz solar y, en algunos casos, a la luz artificial. La exposición a la luz puede desencadenar síntomas dolorosos en la piel, como quemazón, picazón, enrojecimiento e hinchazón, que pueden durar horas o incluso días.

Los síntomas de la EPP suelen aparecer en la infancia o en la adolescencia. El diagnóstico se realiza mediante pruebas genéticas y análisis de sangre para medir los niveles de protoporfirina. Actualmente, no existe cura para la EPP, pero hay medidas de manejo que pueden ayudar a reducir los síntomas y mejorar la calidad de vida de las personas afectadas. Estas medidas incluyen evitar la exposición a la luz solar, usar ropa protectora y protector solar de amplio espectro, así como ciertos tratamientos médicos para aliviar los síntomas en caso de exposición a la luz.

Como podrás comprender, el impacto de la EPP en la vida cotidiana es todo un reto, ya que además de tener que adaptar tus hábitos diarios para evitar la exposición a la luz solar, tengo que usar mi uniforme de calle, que consiste en guantes, anteojos, sombrero, camiseta de manga larga, camisa de manga larga, todo con protección UV y bloqueador solar en todo mi cuerpo.
Antecedentes:

Desde que estuve en el vientre de mi madre, presenté un embarazo complicado. No sé si esto haya tenido que ver con la porfiria, pero desde que nací, mis padres me decían que siempre fui un niño que presentaba muchos cólicos abdominales.

Mi vida siempre estuvo ligada a médicos y hospitales. Cuando tenía apenas 1 año, ya había pasado por 2 cirugías: una para descender un testículo que no había descendido de manera natural, y otra de las anginas, ya que presentaba cuadros de fiebres muy altas.
Cuando tenía 9 años, presenté un cuadro de dolor agudo abdominal, acompañado de fiebres altas. El diagnóstico al que se llegó en el hospital infantil privado fue tuberculosis en los ganglios del mesenterio. Razón por la cual, perdí muchos días de escuela y me tomaban muestras de sangre cada tercer día.
Aquí viví mi primera humillación con un médico. En esas fechas, habían operado del apéndice a mi hermano. Decidió que lo que yo quería eran los juguetes que le regalaron a mi hermano, así que me recetó unas buenas nalgadas y que me enviaran al colegio.
Al llegar a la pubertad, cuando tenía doce años, debuté francamente con mi primer cuadro claro de EPP. Fue en una comida en Cuernavaca, Morelos, un lugar con mucho sol. Cuando fui al baño a hacer pipí, sentí que estaba orinando cristales. El dolor fue tal que hasta tuve mareos y mucha dificultad para orinar. Cuando vi la orina, era de color ron añejo y también me sentía con fiebre.
Por la noche, volví a orinar, y cuando mi papá vio el color de la orina (ahora sé que era un episodio de hemólisis, es decir, que destruía mis glóbulos rojos y los orinaba), y que tenía cerca de 40 grados de temperatura, se encendieron las alarmas, pensando que era una hepatitis comenzó el desfile de médicos.
Todos los laboratorios salían normales, lo cual, pese a que en ese momento no comprendía al 100 por ciento lo que ocurría, podía ver la preocupación en la cara de mis padres.
Debo confesar que yo amaba ir a la escuela, y el simple hecho de no poder asistir a clases me causaba mucha angustia. Además, no me sentía nada bien, y cuando iba a la escuela, llamaban a mi mamá para que fuera por mí, y regresaba a la cama.

Viaje por el Laberinto Médico:
Cuando vimos que los cuadros de dolor abdominal agudo no cedían, dicho dolor lo puedo describir como si me clavaran en el hígado un metal al rojo vivo y dejaran una brasa ardiente dentro de mis entrañas, al igual que la orina oscura, la fiebre, la aparición frecuente de llagas muy dolorosas en la boca, dolores y piquetes en las extremidades, particularmente en las piernas, problemas respiratorios, dolores frecuentes de cabeza, así como dolores en la espalda baja.
La lista de médicos fue larga: mi pediatra, hematólogos, médicos internistas, gastroenterólogos, otorrinolaringólogos, médicos generales, endocrinólogos, neurólogos, y la lista sigue.

Cada uno tenía su propia versión, y a pesar de que los laboratorios de gabinete salían normales, ellos escuchaban caballos y buscaban caballos. Jamás se les ocurrió que quizá debían buscar una cebra.
Los hematólogos querían quitarme el bazo, ya que pensaban que era la causa del problema, aunque jamás lo demostraron. Los internistas me mandaban con alergólogos, me hicieron pruebas de alergias, y resulté ser alérgico a los ácaros y a las cucarachas. El gastroenterólogo llegó a sugerir, ante la falta de evidencia diagnóstica basada en imágenes como tránsitos intestinales, placas abdominales, tomografías y ultrasonidos, que debían hacer una cirugía exploratoria para encontrar la causa de los dolores.
Aquí pasamos de los médicos éticos a los médicos que, con tal de no reconocer su capacidad para llegar a un diagnóstico, culpan al enfermo de su propia enfermedad. Quiero decirles a los pacientes y a sus familias que tengan mucho cuidado con este tipo de médico. Solo mencionaré tres médicos que caen en este patrón: el hematólogo Dr. Labardini, el gastroenterólogo Misael Uribe y, por último, el hematólogo Dr. Guillermo Ruiz Argüelles. Los demás médicos, creo que obraron de buena fe, solo que nunca pensaron en "cebras".

El primero fue el Dr. Labardini, aclamado hematólogo estrella de nutrición, quien me veía en su consulta privada. Además de miles de análisis que no servían de nada, cobraba su consulta muy cara, por lo que se ganó el mote entre sus pacientes del Dr. Ladronini.

Una tarde tenía cita con el Dr. Labardini. Yo me sentía muy mal, tenía mucha fiebre y un dolor abdominal indescriptible, al grado que muy amablemente la ayudante del Dr. me pasó al consultorio para que pudiera acostarme. Mi cita era la primera, a las 4 pm, y el Dr. llegó cerca de las 10 pm, totalmente alcoholizado, ya que se había ido a comer con sus alumnos. Mi papá, con toda razón, me sacó del consultorio, y no volvimos a su consulta.

Pasemos al Dr. Misael Uribe, médico especialista en sacar dinero. Ante su incapacidad de no lograr llegar a ningún diagnóstico, me internó a los 12 años en el Instituto Nacional de Nutrición, donde me hicieron absolutamente todos los estudios imaginables, incluido un tacto rectal, que a mis doce años me realizaron sin la presencia de mis papás, y sin avisarme que me iban a hacer, ya que tristemente, en los institutos, solo eres un número más.

En el Instituto, por desgracia, me tocó como hematólogo el Dr. Labardini, quien, en consulta privada, al palpar el hígado, siempre les decía a mis papás que lo tenía muy crecido. Ese día, como estaba molesto porque mi papá lo increpó en su consultorio, burlonamente les dijo a sus alumnos que los retaba a palparme el hígado, y que, si estaba crecido, él les daría un premio en su calificación.

Después de dos semanas hospitalizado en Nutrición, y al no poder llegar a un diagnóstico, me dieron de alta con una carta donde se explicaba mi caso, lo que me hicieron, y en su conclusión mencionaban que era algún cuadro agudo de una enfermedad que ya pasó, o el inicio de otra, pero que no podían determinar cuál era, por lo que sugerían un seguimiento en consulta externa.

En consulta particular, el Dr. Misael Uribe me dio un "medicamento" que en realidad era un placebo. Al ver la desesperación de mis padres al no saber qué me pasaba, le dije al Dr. Uribe que con el medicamento me sentía mejor. Él se aferró a eso para justificar su incapacidad para llegar a un diagnóstico y me sentenció diciendo que un día terminaría en un hospital intubado por inventar enfermedades.

En 1986, llegó a México el Hospital Humana, hoy vendido al grupo Ángeles. Allí, en urgencias, vi al Dr. Alfonso Alanís, infectólogo. Él escuchó simplemente mi historia clínica y me examinó, sin necesidad de laboratorios ni estudios de imagen. Me dijo: "Para mí, tienes una Porfiria". Luego regresé a los Estados Unidos y jamás volví a verlo, pero le agradezco que haya sido el primero en pensar en enfermedades raras y no en las más comunes.

Después de consultar al Dr. Alanís, mis padres investigaron que en la Ciudad de Puebla existía un centro que trataba la porfiria en México, y fue allí donde caí en manos del hematólogo Dr. Guillermo Ruiz Arguelles.
El Dr. Ruiz Arguelles, siendo el tercer médico del que quiero alertarles, después de conocer lo que nos dijo el Dr. Alanís, solo realizó las pruebas que el laboratorio de su padre tenía: Laboratorios Clínicos De Puebla. Confirmó que tenía porfirinas en orina, en heces y algunos desórdenes que indicaban episodios de hemólisis. Así que me diagnosticó con Porfiria Aguda Intermitente (PAI), pero con el tiempo, al ver que realmente no encajaba en la PAI, cambió el diagnóstico a Protoporfiria Eritropoyética (E P P).

Dado que él era egresado del Instituto Nacional De Nutrición, no tuvo mejor idea que enviarles una carta diciendo que él había logrado el diagnóstico que el instituto no había logrado, cerrándome con ello las puertas de muchos médicos egresados del Instituto.

Las visitas a Puebla eran periódicas. Me recetó un medicamento experimental llamado Suprefact, que solo existía en Holanda, y gracias a una prima querida que trabajaba en una disquera, nos hizo el favor de conseguirlo. Pero no sirvió de nada.

En otra ocasión me recetó Questran, que básicamente es colestiramina. En aquel entonces, no se conseguía en México, así que toda la familia nos fuimos manejando a Houston, con el Dr. amigo del Dr. Ruiz Arguelles, quien nos daría la receta para el medicamento. El único problema es que, como era diciembre, él salía de vacaciones, y tuvimos que llegar a Houston de un solo jalón, manejando durante 24 horas, para que el Dr. nos lograra dar la receta.

Posteriormente, el Dr. Ruiz Arguelles solicitó una interconsulta con el Dr. Karl Anderson, especialista en Porfiria de la Clínica Mayo, quien se había trasladado a la Universidad de Galveston Texas. Después de hacerme estudios de laboratorio, no estuvo de acuerdo con el diagnóstico del Dr. Ruiz Arguelles.
Pasaron los años, y el Dr. Ruiz sugirió el empleo de la Hematina (hemina humana), hoy conocida como Normosang. Tuvimos que repetir la proeza de ir en coche a los Estados Unidos para conseguirla. Como tenía que mantenerse permanentemente a una temperatura de menos 4 grados centígrados, en cada pueblo o ciudad que llegábamos, teníamos que comprar hielo seco para mantener la temperatura.

Cuando regresé a México, fui ingresado en la Ciudad de Puebla al Hospital Betania. Después de cuatro intentos, dos en el cuello y dos en los brazos, lograron a través de veno disecciones instalar un catéter central para administrar el medicamento. Recuerdo que mi mamá les pedía un trípode para el suero que tenía para mantener permeable el catéter. Nos dijeron que no tenían trípodes, solo los del techo, así que para caminar o ir al baño, mi mamá era mi trípode humano. Esa noche se escuchaban gritos de una persona, y a la mañana siguiente nos llevaron un trípode. Así que asumimos que era de la persona que oímos agonizar y que ya había fallecido.
Al momento de administrar la Hemina, no hicieron ningún tipo de preparación. Simplemente la pasaron del frasco en el que venía a mi vena.
Mi papá, que siempre me supo leer, me preguntó al terminar la infusión de hematina qué me pasaba. Le dije que no lo sabía, que me sentía muy raro, y no volví a saber de mí hasta que desperté muy cansado, adolorido y confundido. Mi mamá me contó que había convulsionado, y que mi papá metió los dedos para que no me ahogara, y que obviamente lo había lastimado.
Se presentó el Dr. Ruiz Argüelles, y dijo que, en la literatura de la hemina, era extraordinariamente difícil que causara convulsiones, por lo que me hicieron una punción lumbar. Cuando el neurólogo me dijo: "Te voy a meter una agujita muy delgada", yo sentí que me metieron un poste. Total, jamás supieron si convulsioné por la hemina o por la presencia de porfirinas en la médula.

Insistió el Dr. Ruiz que era imperativo hacerme una biopsia hepática, para ver el estado en el que se encontraba mi hígado. Dicha biopsia se efectuó en el consultorio del Dr. y se hizo solo con xilocaína, ya que debía estar despierto para cooperar. Al tomar la muestra del hígado, literalmente es como si te dieran un gancho al hígado, quedas en calidad de calcomanía. La muestra se la entregaron a mi papá, y tuvo que manejar de noche para llegar a Nutrición, donde iban a hacer el estudio de patología.
Las idas y venidas a Puebla eran frecuentes, cuando menos una vez al mes. Esto representaba para mi papá gastos de coche, casetas, gasolina, hospedaje, laboratorios, la consulta médica y los medicamentos. Jamás recibimos una muestra de empatía por parte del Dr. Ruiz Argüelles, quien sabiendo que éramos clientes cautivos, cada año incrementaba el costo de su consulta. Como si de verdad supiera, en lugar de ponernos la cita a una hora razonable, pues sabía que teníamos que regresar a la Ciudad de México, nos recibía tarde, y la mayoría de las veces, el regreso era en plena noche.
Pasados unos dos años, en 1990, volvió a pedir una biopsia de hígado, ya que estaban alterados los valores en los laboratorios. Esta vez la biopsia la realizó en México, en el Hospital Ángeles, el querido Dr. Manuel Campuzano, gran gastroenterólogo, quien, al meter el gancho para sacar la muestra, y debido a que esto se hacía a ciegas, muy apenado me dijo: "Voy a tenerte que volver a picar, ya que solo saqué vesícula y no hígado".
La tercera vez que el Dr. Ruiz Argüelles pidió otra biopsia, mi papá lo increpó, y le dijo: "Bueno, ¿y esto en qué va a ayudar a Arturo?" y respondió: "A él en nada, es solo ver cómo está el hígado". Mi papá se negó a hacerla.
La relación con Ruiz Argüelles era compleja, y los costos eran insostenibles, así que dejé de verlo.
Seguí con crisis de Porfiria los años siguientes, intenté entender a mi cuerpo, y yo sabía que de cinco días laborales, si trabajaba 3, los otros dos los debía pasar en cama.
Mis papás fueron envejeciendo, mi mamá tuvo 13 cirugías de intestino, por lo que terminó con 15 cm de intestino delgado, y tuvo que vivir con nutrición parenteral los últimos años de su vida. Mi papá tuvo cáncer de próstata, y un cambio valvular aórtico, por lo que los últimos años de sus vidas, por una deuda de gratitud, me dediqué a ver por ellos.
Detalla los múltiples médicos, especialistas y pruebas que experimentaste en tu búsqueda de respuestas.
Hace unos cinco años, requerí una cirugía de abdomen y de vesícula, y por el antecedente de la porfiria, me hicieron valorar por un hematólogo, quien me hizo una prueba molecular que procesaron en España, y el resultado fue que no tenía porfiria. Yo entré en una depresión por varios motivos: primero, el hecho de que mis papás hubieran muerto creyendo que yo tenía Porfiria, y que fuera una mentira. Segundo: entonces debo estar loco, ¿cómo es posible que sintiéndome tan mal, no tenga nada? ¿Estoy somatizando, etc.? Y, por último, sentí el desperdicio que ha sido mi vida, ya que el leve consuelo de muchas metas que no pude cumplir, como por ejemplo terminar la carrera de arquitectura, por causa de las inasistencias, pese a que yo cumplía con trabajos y repartos al igual que mis compañeros, me frustró mucho. De alguna manera, el tener porfiria, me daba una identidad, y un porqué de las cosas.

Finalmente, hace dos años, mi hijo Xavier, que es médico, en una de sus clases tocaron mi caso. El médico que exponía les comentó que yo había podido tener hijos, y Xavier le respondió: "Está hablando con uno de sus hijos".
Fue gracias a que Xavier habló con mi esposa y mi hija, y buscaron la Asociación Mexicana Para la Porfiria, dirigida por Kika Shabot, y buscaron al Genetista Dr. Ronny Kershenovich Sefchovich, quien me prometió que no me dejaría solo, hasta tener un diagnóstico.

Se me hizo un perfil genético en, y me mandaron llamar. Yo estaba muy harto de más de lo mismo, le dije: "Solo pregúntale si salió algo, porque volver a pasar por la humillación de que no tengo nada, la verdad no estoy para ello". Xavier me dijo: "Dice el Dr. que sí salió algo, pero que no te puede adelantar nada, hasta que vayas con él".

Llegó el día de la consulta, y Ronny Kershenovich me dijo: "Arturo, ya sé que tienes, es una mutación en el gen FECH que es de baja penetrancia, asociado con un gen autosómico recesivo eritropoyético, y es un PROTOPORFIRIA ERITROPOYÉTICA.

No tienen idea de la paz que me dio escuchar eso, saber que no engañaron a mis papás, que el desgaste, frustraciones y angustia de mi familia ni estaba solo en mi cabeza, sino que era real.

No tienes idea de la paz que me dio escuchar eso, saber que no engañó el Dr. Ruiz Arguelles a mis padres, que el desgaste, las frustraciones y la angustia de mi familia no estaban solo en mi cabeza, sino que eran reales.

Discuto las diferentes teorías de diagnóstico que se presentaron y cómo estas me llevaron por diferentes caminos en mi búsqueda.

Gracias a Kika Shabot y a la AMP (Asociación Mexicana para la Porfiria), pude por primera vez aplicar a un protocolo en Estados Unidos, en Galveston Texas, con el Dr. Anderson, quien me rechazó, a pesar de que le presenté el resultado POSITIVO realizado por INVITAE DIAGNOSTIC y le mandó una carta al genetista diciendo que yo no tenía porfiria.

Por esta razón, Ronny me propuso hacer una prueba más completa en otro laboratorio genético, donde no solo sale la mutación en FECH, que vuelve a demostrar que tengo una EPP, sino también sufro de CISTINURIA, lo cual hace que orine la cistina, que es el protector natural contra los rayos UV.

Con este nuevo diagnóstico se me propuso un protocolo con el Dr. Wang en San Francisco, California, para Disc Bitopertin, pero tampoco fui elegido.

Para todos los porfiricos, y los porfiricos honorarios (las familias), quiero expresarles mi solidaridad, decirles que nunca se rindan, que no estamos locos, que lo que sentimos es real, y que como dije anteriormente, cuando oigas caballos venir hacia ti, no tomes la postura fácil de pensar que no pueden ser cebras.

Agradezco desde lo más profundo de mi corazón a las personas que se hayan tomado el tiempo de escuchar este podcast, especialmente a los que, como yo, sufren algún tipo de porfiria. Les pido que si les gustó, compartan este podcast, y quiero decirles que la próxima semana, les tendré un podcast nuevo, donde les platicaré sobre los esfuerzos que estoy haciendo junto con Kika Shabot y el Dr. Ronny Kershenovich, para que la porfiria sea reconocida como una enfermedad rara, y las acciones que estamos haciendo para darle voz no solo a los porfiricos, sino también a cualquier persona que sufra una enfermedad rara y necesite ayuda.

Nuevamente, mil gracias por escuchar y compartir mi historia.
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